La hecatombe sanitaria que bruscamente ha proscrito el disfrute de tantas y tan arraigadas costumbres sociales además de augurar un insólito desplome económico -con la alarmante convulsión social derivada- ha agrietado peligrosamente los cimientos sobre los que se sostenían nuestras seguridades.

Muchos coinciden en prever que el impacto del coronavirus irá más allá de lo que hayamos podido intuir en el desconcierto inicial de la pandemia, porque tras esta inesperada convulsión, lo que de verdad ahora nos hermana ante el futuro ya no es el optimista y acelerado afán constructivo de alcanzar todavía mayores cotas de progreso y bienestar… sino el vértigo existencial compartido ante el fenómeno avasallador de la enfermedad y la soterrada angustia que genera nuestra radical indefensión individual y colectiva.

Lo que parecía firme ha pasado a ser fuente de inquietud. Y quienes ocupaban las tribunas de opinión más respetadas se han visto inmersos en un tsunami donde la avalancha de mensajes contradictorios y fakes news flotan y circulan, sin presa que los contenga ni autoridad que las aisle.

Además de una tarea prolongada –se vaticina que las consecuencias de la pandemia afectarán a varias generaciones- vamos a tener que reconstruir todo: hábitos individuales, métodos profesionales, moldes de relación y estructuras sociales. Tal vez sea también el momento idóneo para apear de lo más alto de la pirámide de nuestras devociones comunitarias al tándem “mercado / tecnología” como valores infalibles. Y reposicionar en la cúspide de nuestra escala ciertas virtudes un tanto desgastadas, como la ética y la solidaridad.

Será la oportunidad histórica –¡quién lo podía prever ahora!- para diseñar un escenario vital nuevo que valga la pena reconstruir… Habrá que aplicar mucha imaginación a la tarea. Pero todos cuantos intervengan deberán actuar con afán constructivo, lealtad y transparencia. De nuevo las marcas habrán de ser creíbles. Y el mercado sabrá premiarles.

Carlos Fernández Conde.

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